En la ciudad 1

En los años cincuenta nos cobijábamos en casas o chabolas o cuevas los primeros años junto al viejo cementerio, cerca de la antigua estación de ferrocarril.

Transcurridos los primeros años, únicamente las cartas eran la forma de saber de mis padres y hermanas. No pude enviarles ni dinero, ni un suspiro de esperanza para que vinieran a malvivir conmigo.

El tiempo transcurría y yo prosperaba lentamente, mi cama, mi mesa y mis asientos estaban elaborados con los tablones de las obras, que utilizaban los encofradores. La puerta era un auténtico lujo. La hice con la misma madera de los muebles y los restos de las varillas que me pasaban los ferrallas.

Mi maravillosa cocina la había hecho con trozos de ladrillos refractarios y los restos de pasta que me llevaba diariamente de las obras en los bolsillos. Mi mal comer y peor vestir me había permitido tener alguna vieja manta zamorana. La fuente pública me permitía lavarme y contar con algo para saciar mi sed.

Todo esto lo tenía en mi pueblo y en mejores condiciones. No se como mi padre ensalzaba el mundo urbano.

La ropa, que parecía una suma de remiendos y despropósitos, la lavaba y agradecía a la Lola que me echase una mano con las costuras y los botones.

¿Quién era la Lola? Una mujer buena y hermosa con veinte años más que yo. Perfectamente podía ser mi madre. También había venido de otro pueblo con su madre viuda. Ya hacía doce años que se había quedado sola al morir su madre de tuberculosis, como vulgarmente se dice con una mano delante y otra detrás. Su sustento se lo ganaba dignamente con la venta de su hermoso cuerpo, que le permitía sacar dos reales por una manola y una rubia grande o diez reales por un tiro.

Era buena, honrada y orgullo de las chabolas y las cuevas. Criaba y educaba a su hija, ayudaba a sus convecinos. Aunque algunos la criticaban. Me llamaba la atención comprobar que, quien se metía con ella, eran los amantes del vino y de las broncas.

Para mi fue un ejemplo de amiga y de madre. Pero las cosas de la vida y de la ciudad. Fue encarcelada por la denuncia del cura párroco, que se llevo a su hija. Dicen que para cuidarla las monjas y educarla en el camino del señor.

Lola murió de pena en la prisión preventiva a la espera del juicio por «vaga y maleante». La enterramos quienes la queríamos, sin cura, sin dios y sin la presencia de su hija.

Del campo a la ciudad

Cuando era pequeño mis padres me contaban maravillas de la ciudad. Ante todo diré que mis padres naturales de un pequeño pueblo de la sierra pobre, nunca diré que sierra. Según he ido creciendo, he podido comprobar que en general todas las sierras pobres son en casi todos los sitios igual de pobres.
En ese pueblo mis padres tenían cuatro hijas y un hijo, aunque nunca supe bien cómo, ni por qué ensalzaban el mundo urbano, que no conocían nada más que de oídas.

En el pequeño espacio de su casa, que habían construido sus ancestros de no se que generación, nos habíamos criado todos juntos, incluso con algún animalillo, que era doméstico hasta que llegaba a la cazuela. Vivíamos de los escasos ingresos de un zapatero remendón, que en sus ratos de ocio tocaba un instrumento de viento en la banda municipal. Nunca llegue a saber que instrumento tocaba, lo que evidencia mi absoluta ignorancia en el mundo de la música. Pero a mi me llamaba la atención que en ese pequeño pueblo el ayuntamiento simplemente les cediese un pequeño espacio para ensayar y que en la época de bonanza actuasen en público, recibiendo algunos emolumentos por parte de los asistentes.
Esta era la riqueza en ingresos que poseían.

Como todas las familias de la época mi madre, con nueve partos en sus carnes y cinco vivos, no trabajaba (ironías de la tradición cultural), se levantaba antes que mi padre para prepararle una achicoria con unas gotas de leche, que llamaba café y un trozo de pan que desmigaba en su tazón. Los boles fueron más de mi época, cuando la influencia anglosajona entro en nuestras vidas y pasamos a despreciar nuestro idioma. Acto seguido le preparaba un tentempié como almuerzo y nos daba el desayuno, más agua que leche con migas. Las hermanas mayores ayudaban a mi madre, mientras que las pequeñas y yo nos ibamos a pasar frío y adoctrinamiento en la escuela.

Las mayores y mi madre combinaban e intercambiaban sus actividades. Recogían leña en el bosque, dependiendo de la época recogían alguna fruta, fruto seco o verdura, lavaban y tendían la ropa, preparaban la comida de mediodía, cuidaban las tres tomateras y acelgas del huertecillo, remendaban la ropa, almidonaban y planchaban las ropas del domingo y las sabanas, cuchicheaban y se contaban sus recetas de vida, por la noche se cerraba el ciclo con la cena alguna tortilla y las novedades del día. En suma como siempre se ha dicho se dedicaban a sus labores y reproducían la forma de vida que la tradición y los ciclos estacionales imponían. Era una casa rara, pues aunque todos sistemáticamente íbamos a misa los domingos, bautizos, comuniones, bodas y funerales, nunca rezábamos, ni pedíamos nada a dios. Solamente mi madre y la mediana creían en un algo superior, tampoco supe los motivos, ni me interesaron.

Según trascurren los años me pregunto, cada vez más, como es posible que una persona que pare, no me gusta decir da a luz, cría a su prole, mantiene y administra una casa, compra y guisa, lava, plancha, limpia … administra recursos escasos, que en el mejor de los casos vive con otro adulto que la demanda o la exige amparado en el amor y que colabora algunas veces con ella. Esa actividad se inicia a primera hora de la mañana, durante todos los días del año, y finaliza a última hora de la noche es transmitida culturalmente como sus labores o lo que es más contundente, mi mujer no trabaja solo se ocupa de la casa.

Cuando alcance una edad y un conocimiento, los catorce años, mis padres me animaron para que dejase de ser una carga para la familia. Ya tenían suficiente con tener por lo menos tres hijas que casar, la cuarta era para cuidarlos, cuando no se valiesen por si mismos. Entonces con mis escasos pertrechos y algunas monedas me encamine, nunca mejor dicho, al maravilloso mundo de la ciudad. Mi ilusión era poder ganar lo suficiente para que mis padres y hermanas se pudiesen venir a vivir conmigo al mundo maravilloso en el que estaba dispuesto a hacer de todo.

Luego mis amigos me contaron que tuve mucha suerte al encontrar trabajo nada más poner lo píes en la gran ciudad. Ahora lo pienso y comparo con lo que se llama ciudad y aquello era un pueblo grande. Pero no es lo más importante como hacía buen tiempo conseguí trabajo en una obra. Empezaba a las ocho de la mañana y no me importaba estar hasta las ocho de la noche, acarreando carretillas de arena, llevando botijos para mitigar la sed, sacos de cemento, varillas de hierro, mallazos, … No me gustaba la noche sobre todo al principio y procuraba dormir acurrucado al lado de la obra. Por las mañanas me lavaba en el bidón con agua y me comía un chusco comprado en la tahona cercana.

Al pasar los primeros días, la panadera me fiaba hasta cobrar mi primera paga y un compañero, que ya llevaba algún tiempo en la ciudad, me contaba que procedía del llano pobre y, que empezaba a tener un techado con tablones en las afueras, que me podía ayudar a construirme una casa como la suya.

Paseando por el campo

Iba tranquilamente paseando por el campo. Era un campo de los de antes. Es decir de los de verdad, sin vallas, sin carteles, sin cosas ajenas a la naturaleza, como si fuera de todos. Con sus hormigueros, sus mosquitos, sus urracas, sus gorriones, sus lagartijas, incluso creo que había alguna ardilla.
Pensaba que era un sueño. Como era posible encontrar una zona pública en el paraíso de los límites de lo privado.

Según avanzaba. Descubrí una pequeña zona vallada. Curiosa isla de propiedad en un mar público. En la zona vallada se podía percibir un césped inglés y unos setos perfectamente recortados que separaban el césped de los grandes mazos de flores de distintos coloridos. Sorprendía una belleza cultivada en esa selva autóctona de todos.

Proseguí la marcha y se apreciaba que el entorno abierto empezaba a tener espacios sin vegetación, con bolsas de plástico, con latas y con carboncillo residual de las hogueras.

Me asaltaron las dudas. Los espacios públicos necesitan ser recorridos con estandartes y banderas en defensa de lo público. El medio natural debe ser alterado por los beneficios de la privatización. Los espacios públicos deben ser considerados una especie en vías de extinción que descuidan los responsables de lo público, que evitamos los ciudadanos por estar deteriorado.

Normalmente pediremos al guardabosque responsabilidades y pondremos como ejemplo el cuidado del espacio vallado.

Habitualmente en nuestro entorno privado resaltaremos el carácter hermoso de lo privado y como mucho reflejaremos la tristeza por el abandono de lo público.

En recuerdo de lo público, de lo nuestro, de lo de todos, cada vez queda menos espacio de la ciudadanía, cada vez se responsabiliza más al guardabosque.

Me fui a hablar con él y me comento. No se invierte en limpiar el bosque, la gente sus dueños lo ensucian y no lo cuidan, son como señoritos que quieren que el sirviente vaya detrás de ellos. A mi me dicen, cuando usted entro como guardabosque ya sabía la herencia que recibía y se comprometió con su cuidado.

Es cierto sabía lo que recibía, pero no pensaba que iba a ser el receptor de todos los golpes. Una cosa son mis descuidos y mis limitaciones y, otra, bien distinta, el abandono intencionado y la irresponsabilidad de las personas maleducadas y que maleducan a sus descendientes.